jueves, 31 de diciembre de 2009

Recuento

El 23 de diciembre mi familia y yo visitamos los cenotes de Cobá. Vacacionábamos por Cancún y ese día decidimos sumergirnos en el agua cristalina de tres cenotes completamente cubiertos por rocas, ubicados a 6 kilómetros de las pirámides mayas.

Para llegar al tercer cenote, teníamos que pasar una camioneta Town and Country por un camino de terracería, idea que no convencía del todo a mi papá, conductor del vehículo y persona no entusiasta de la aventura. Sólo después de ver salir a una pareja de gringos sesentones en un vehículo compacto del camino dañado, mi papá decidió que si ellos habían podido llegar, nosotros también.

La camioneta pegó un par de veces contra unas rocas sueltas, sin llegar a ser nada grave. Lo más complicado fue estacionar la Town and Country en las inmediaciones del cenote, pues había que colocarla en el sentido opuesto al que veníamos en el camino estrecho para facilitar la salida. Mi papá se encargó de la maniobra, auxiliado por las señales que le daba mi mamá desde afuera de la camioneta.

Tuvimos que bajar cerca de 80 escalones para llegar al tercer cenote. Un muelle de madera con tres accesos al agua acondicionados con más escalones de madera era el sitio para estar antes de tirarse a la poza azul con agua fría.

Mi hermano Javier fue el primer valiente y yo, casi 15 minutos después, la segunda. Mi papá también se adentró al agua, pero mi hermana y mi mamá se abstuvieron de hacerlo para evitar el escalofrío.

Javier todavía estaba en el agua cuando yo me salí y me puse a tomar fotos y video. Pedí insistentemente a mi hermano voltear a la cámara, sin éxito. Entonces me acerqué yo a él, procurando que las tomas del video no estuvieran movidas. Parada sobre uno de los tres accesos al cenote, le pedí a Javier que dijera algunas palabras –sugerencia que por su puesto ignoró- y súbitamente, me resbalé y caí al agua, pegando en al menos 4 escalones.

La caída me causó, además de la vergüenza característica de este tipo de situaciones, moretones en mi nalga y muslo izquierdos y echó a perder la cámara, pero nada más.




Y así fue 2009. Cuestas difíciles, caídas dolorosas y algunas pérdidas, pero al final, sólo dejó unos moretones que se quitan al paso de los días.

El periódico este año trajo a quienes ahí laboramos a marchas forzadas. La crisis económica redujo los espacios para las publicaciones, y al mismo tiempo, había mucha información que dar a conocer, que no era precisamente buena, empezando por la propia crisis.

Vinieron los días de la alerta sanitaria por influenza A H1N1, el regreso del PRI en el Congreso y acumulamos más de 15 mil ejecuciones atribuidas al narcotráfico en lo que va del sexenio.

Un fanático religioso secuetró un avión; hubo riesgo de ingobernabilidad en Iztapalapa; 16 estados promovieron medidas antiaborto bajo el cobijo del PRI, del PAN y de la Iglesia; hubo relevos en la Corte, la CNDH, el IFAI y la Auditoría Superior; murió el Barbas, el DF aprobó los matrimonios gay...

La crisis económica me arrebató la posibilidad de irme a estudiar al extranjero en 2009, situación que no me afectó del todo por la avalancha informativa que vivimos, uno de los años, tal vez, más complicados y al mismo tiempo, interesantes, desde el punto de vista periodístico.

Y además de la chamba, hubo bonitas sorpresas. Mi hermana, que estudia en Helsinki, llegó inesperadamente en el verano. Cuatro amigos míos se casaron y tuve la oportunidad de acompañarlos en sus bodas. Muchos de mis amigos estuvieron lejos, pero con todos tuve algún tipo de acercamiento. Y los que están acá, muchos de ellos periodistas, me hicieron pasar muy buenos ratos.

Asistí a conciertos inolvidables, siempre con Doc, con quien las cosas más simples siempre se vuelven especiales. Con él y con mi hermana emprendí un viaje de verano desde San Cristobal de las Casas (foto siguiente) hasta Mérida, pasando por la Selva Lacandona, por Bacalar y Tulum. El viaje fue un respiro, que sirvió para reflexionar que no me iba a Inglaterra y que tenía que prepararme para la cobertura del segundo semestre del año.



Agradezco haberme quedado en México a aprender tanto. Epero aprender más afuera el año que entra.

Hay que tener cuidado para no caerse al agua. Pero si se caen, saquen provecho de los moretones.

Lo mejor para 2010.



miércoles, 16 de diciembre de 2009

Amor Eterno

En la secundaria tuve un profesor de música que todo el mundo quería. En realidad no me acuerdo de su nombre, pero recuerdo bien sus clases. Nos ponía a vocalizar, nos enseñaba las notas musicales y nos hacía interpretar canciones en la flauta dulce, complejas para niños de 13 años.

Yo no era muy conocedora de la música mexicana en general. Ahora lo soy más, pero en definitiva no soy de las que espera el momento del mariachi en las fiestas.

En una ocasión, ese profesor querido nos hizo cantar "Amor Eterno", de Juan Gabriel. Varios sabían la letra, yo tuve que aprenderla de poquito en poquito.

Una canción dedicada al amor que falleció, que en realidad no tenía mucho sentido para niños de 13 años.

Como quisiera, ay
que tu vivieras
que tus ojitos jamás se hubieran
cerrado nunca y estar mirándolos


Natalia estaba sentada a mi lado. Y de repente me dijo "No me gusta esa canción, me recuerda a mi papá".

Días antes me había contado que su papá, que era arquitecto, había tenido un accidente en la carretera. Aunque sobrevivió, unos tipos se le acercaron y lo amenazaron de muerte.

Se me hizo de lo más extraño que me platicara que su papá estaba amenazado. Más raro aún que con su padre vivo, ella despreciara Amor Eterno.

Es difícil recordar exactamente los tiempos ahora, pero no fue mucho después de la clase de música cuando unos tipos entraron a casa de Natalia -con ella adentro- y le dispararon a su papá. Ella fue el único testigo y yo era su mejor amiga. Simplemente recuerdo una llamada a las 7:00 de la mañana a mi casa. Era mi amiga Lorena, diciéndome que habían matado al papá de Natalia.

La noticia no llegó a sorprenderme del todo. De alguna forma, Natalia ya me lo había advertido.

Natalia era de esas personas que no le hablaban demasiado a la gente. Después del incidente perdió el habla por un mes y dejó de ir a la escuela por un tiempo. Cuando regresó, se apegó mucho más a mí.

Me hablaba de su papá. Un par de veces me dio el recorrido por su casa, me explicó por donde habían entrado los delincuentes, en dónde se había escondido ella, cómo lo había visto todo.

Ya para terminar la secundaria, decidí alejarme un poco de ella. Supongo que no aguantaba ser la persona en que Natalia descargaba todas sus alegrías, sus frustraciones, sus enojos. Le di una carta en la que literalmente le dije que ella no era para mi lo que yo significaba para ella.

Cuando le hicieron una operación de columna, le dije que me arrepentía mucho por haberle dicho frases tan duras.

En fin, ella se fue a vivir a Aguascalientes y desde entonces hemos sabido poco la una de la otra. Supe que quería estudiar actuación, pero terminó en alguna ingeniería, por la presión de la abuela (¿materna?), una señora muy estricta con la que le tocó vivir algún tiempo, antes de irse a Aguascalientes.

Hace unas semanas, Natalia me escribió. Ahora vive en Canadá y encontró intervalos y fragmentos.

Esto es parte de lo que me dijo:


"No me acuerdo por donde leí o creo es en una canción en donde dice algo asi como que no le gusta regresar al lugar de su infancia ni ver a los viejos amigos porque con lo que se encuentra ya no es lo mismo y prefiere que quede como algo lindo en su memoria... a lo que voy es que el gusto que me da leerte así es porque a pesar del tiempo y de todas las cosas que cada quien pasa por la vida, sigues siendo la Silvia que conocí, aunque claro mejorada, jajaja.

"La misma Silvia a la que alguna vez le reclamé injustamente alguna tristeza mía por la muerte de mi papá... ahora lo recuerdo y es como... no sé, de esas cosas que cambiarías supongo... pero igual supongo era "comprensible"...

"Esto es raro porque me eres ya tan ajena y yo de tí que no sé cómo escribirte..."



Me dio muchísimo gusto que me encontrara. En verdad la quiero mucho. Debe ser una especie de "Amor" Eterno.








viernes, 27 de noviembre de 2009

A propósito de la influenza AH1N1

Cuando la influenza AH1N1 llegó a México, varios reporteros del periódico tuvimos que apoyar al sector salud en la cobertura. Yo me encontré con esta historia que publicamos en mayo y que cobra relevancia con el rebrote del virus. Cuídense mucho.


Sin refugio contra virus

Desde hace varios años, miles de aves de corral son sacrificadas en Bangladesh a causa de la gripe aviar.

En este país ocurre lo que la Organización Mundial de la Salud ha denominado el mayor envenenamiento masivo de una población registrado en la historia, ocasionado por los altos niveles de arsénico natural en el agua subterránea.

Enfermedades infecciosas como las respiratorias, la diarrea o la malaria, siguen estando entre las principales causas de muerte en la nación asiática, donde casi la mitad de su población vive por debajo de la línea de pobreza.

Ni los problemas de salud pública ni la pobreza son ajenos a la ciudad de Tangail y a otros distritos de la división de Dhaka, de donde es originaria la familia Hosain.

Mamun Hosain, de 21 años, salió de su país en 2008 para reunirse con su familia en México.
Sin pensarlo, había dejado de estar expuesto a la gripe aviar, al envenenamiento por arsénico y a las infecciones que predominan en su tierra natal.

Tan sólo un año después de haber arribado al Distrito Federal, falleció en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER). Fue una de las primeras víctimas mortales del virus de la influenza A H1N1.


Exilio

El primer Hosain en llegar a México fue Atik, de 36 años, en 2001.

Líder estudiantil, cursaba la carrera de Diplomacia en la Universidad Kurutia Sadek cuando él y 25 de sus compañeros fueron acusados de un crimen que no cometieron. Cuando algunos fueron detenidos, Atik se vio forzado a abandonar su patria.

De la India se trasladó a Rusia y luego a Cuba, países que no exigen visa a los ciudadanos bengalíes. De la isla se trasladó a Nicaragua. Como miles de centroamericanos, Atik se internó a México de manera ilegal.

Su destino final era Estados Unidos, pero decidió quedarse en México.

La organización Sin Fronteras y la representación de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) lo ayudaron a establecerse legalmente.

"A veces en Tangail no hay agua, a veces hay muchas bombas. Comparé con México y hay mucha seguridad aquí", comenta.

Por un tiempo, el ahora refugiado trabajó como lavacoches, pero la paga era escasa. Buscó empleo en restaurantes y tampoco lo convenció el salario. Entonces se acercó a las tiendas de ropa india en Mixcalco, en el Centro Histórico, y utilizó los 100 dólares que traía consigo para comprar algunas prendas.

"Ese día vendí como 2 mil pesos, en las oficinas de Sin Fronteras y de ACNUR. Después compré más ropa y empecé a vender en varios restaurantes", recuerda.

"Es un trabajo que a cualquier lado puedo ir y trabajar hasta las 12 de la noche, como en la Condesa, que está lleno de restaurantes".

Pronto trajo a su esposa y a su hijo a México. Después llegarían sus hermanos, sus cuñados, sus primos y sus sobrinos.

Mamun, uno de esos sobrinos, llegó a la Ciudad de México el 18 de abril de 2008.


El sueño: una moto

Desde que llegó al Distrito Federal, Mamun Hosain se integró a la actividad económica a la que se dedicaban sus familiares: vender ropa tradicional de la India.

Era la primera vez que trabajaba, pues en su país era estudiante. A diferencia de sus familiares, Mamun nunca salió a vender la vestimenta india fuera de las colonias Del Valle y Narvarte.

Tampoco acompañaba a Atik a comprar ropa al Centro. Siempre estaba cerca de su casa.
Cuando comenzó a acumular dinero, se fijó un solo objetivo: ahorrar para comprar una motocicleta grande, como las que utiliza la gente que tiene dinero en las calles de Tangail.

"Yo le decía que la moto no se usa tanto aquí como el carro", recuerda Atik.

Mamun trabajó durante la Semana Santa. El domingo de Ramos (12 de abril), el joven bengalí y su familia fueron a dar un paseo por el Bosque de Chapultepec.

Esa misma noche Mamun presentó tos y un poco de fiebre, molestias que su padre intentó controlar, sin éxito, con paracetamol.

Dos días más tarde fueron al Hospital General.


Bajo sospecha

Atik no recuerda qué medicamento le dio el doctor del Hospital General a su sobrino Mamun, pero tiene presente que no diagnosticó nada grave, ni el martes ni el miércoles que fueron a verlo.
El jueves, Atik decidió buscar una segunda opinión en el INER. Llegaron caminando.

"Mamun todavía hablaba cuando le sacaron sangre. Una hora después nos dice el doctor que estaba muy grave. Yo me quedé toda la noche ahí en el INER. La siguiente noche nos dicen, hay 95 por ciento de posibilidades de muerte", relata.

El doctor preguntó a Atik si alguno de sus familiares tenía tos o fiebre. Únicamente Nova, su hermana de 24 años y quien le traía comida al hospital, presentaba síntomas. Debía ser hospitalizada, pero no había lugar en el INER.

Mientras, Nova era trasladada al Hospital Belisario Domínguez, Mamun falleció.

Era de madrugada del 18 de abril, 5 días antes de que se declarara la alerta epidemiológica.
Doctores del INER prometieron vacunas a la familia Hosain, si no podían conseguirlas por fuera. Y efectivamente, no encontraron.

Cuando decidieron regresar al INER, se las cobraron a 150 pesos a cada una.
Pagar el costo de la vacuna fue lo de menos. Mientras Nova se recuperaba, Atik y su familia investigaban qué hacer para repatriar pronto el cuerpo de Mamun.

Además, tuvieron que soportar la visita de un grupo de personas que se identificaron como funcionarios de la Secretaría de Gobernación.

"Nos preguntaron qué pasó, en qué hospital murió Mamun, cuántos años tenía, cuanto tiempo vivió aquí. Me pidieron nuestros documentos, les traje el pasaporte, vieron los sellos, cuándo salí de India, cuándo salí de Bangladesh, checaron todo", reclama Atik.

"Revisaron mis cosas, eran como 7 personas, 2 entraron a donde yo estaba, tomaron video, preguntando; otros dos subieron, otros dos se quedaron abajo".

La familia desembolsó 46 mil pesos para que el cuerpo de Mamun llegara hasta Tangail, donde las instituciones de salud pública querían quedárselo, porque ya se sabía que traía el virus de la influenza humana.

Para calmar las cosas, la madre de Atik, quien reside en Tangail, compró un cordero. Era la ofrenda que hacía a Alá para proteger a los Hosain de la epidemia.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Atemporalidades


Hace como dos meses me puse un piercing en la nariz. Desde hace mucho tiempo pensaba que se me vería bien. Me veía en el espejo y examinaba el punto exacto -o la peca exacta- donde tendría que estar el brillo metálico. No es el primer piercing que me hago. Cuando inicié la universidad me hice uno en el ombligo -que aún conservo- lo que provocó que mi mamá me dejara de hablar por algunos días y amenazara todo el tiempo con quitármelo, sin llegar a ser un verdadero riesgo.

Un sábado fui a Dermofilia, un establecimiento donde hacen piercings y tatuajes en Coyoacán, sobre Miguel Ángel de Quevedo, y que por cierto, tiene el aval de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios colgado de la pared. Dije que quería hacerme una perforación en la nariz y de inmediato me enseñaron los modelos. Costaba 250 pesos, con todo y el arete y el muchacho hacía un cálculo de las dimensiones de tu rostro para saber exactamente dónde ponerlo. La terminación de la ceja era un margen clave.

Me armé de valor y dije "ahora o nunca". Pasé a una especie de "consultorio", en donde me enseñaron una aguja esterilizada, muy gruesa, que atravesaría la piel de mi nariz hasta juntarse con los pelos de mi fosa nasal derecha. No me dolió mucho. Salió un poco de sangre y una lágrima de mi ojo y ya tenía el arete puesto.


Dos semanas después, mi hermana , que estudia en Helsinki, me contactó por Skype. Mi mamá rondaba la computadora en ese momento y gritó que me habia hecho un piercing, lo que me hizo acercar mi nariz a la cámara web para que mi hermana pudiera verla desde el otro lado del mundo. "¿Qué, te sientes adolescente?", dijo mi hermana en tono burlón, sin llegar a ser un comentario ofensivo. La pregunta quedó rondando en mi mente. "¿Me siento adolescente?", por supuesto que no. Pero supongo que hacerse un piercing es una actividad relacionada más con gente más joven que yo.

Salvo a un viaje que me mandó el periódico a Estocolmo por 4 días, yo no conozco Europa. Una vez, vacacionando en las playas nayaritas, mi novio dijo que si no fuiste a Europa a los 18 años, después no la vas a disfrutar igual. Quizás tenga razón, pero relaciono su comentario con el del piercing. ¿Es más valioso hacerse un piercing en la adolescencia que a los veintitantos? El más vale tarde que nunca pierde todo sentido...

Me resisto a creer en los límites de tiempo con los que tengo que lidiar todos los días en el periódico, los deadlines para entregar mis notas. "¿Cuándo te casas?", me preguntan con frecuencia, haciendo más alusión a mi edad que a mi relación amorosa. A lo mejor llego soltera a mis 40 años y entonces se me ocurre casarme. "¿Qué, te sientes veinteañera?", sería la pregunta obvia.




sábado, 14 de noviembre de 2009

El niño del tambor


Era diciembre de 2002. Capi nos había insistido en que lo acompañáramos al Centro a comprar un yembe, un tambor africano que se toca con las manos. Una canción de Safri Duo -un grupo danés de música electrónica- que en ese entonces ponían en todas partes, había despertado en la mente de Capi la necesidad de ir a comprar un yembe, el cual pensaba aprender a tocar solo. Por supuesto nunca lo hizo.
El yembe fue el centro de atención uno o dos meses, luego se convertiría en un ornamento más de su recámara, que seguramente utilizó más como buró que como tambor. Un par de años más tarde a Capi le metió en la cabeza que necesitaba una motocicleta. Y dicho y hecho, adquirió una, la cual llevaba a mi casa y me alentaba a manejarla, cosa que nunca pude hacer.
Nosotros íbamos a comprar el yembe o a verlo manejar su moto por el puro gusto de pasar un buen rato entre amigos. Lo mismo era comprar un yembe que ir a su casa a las posadas organizadas por su madre, que más allá de ponernos a cantar la letanía y romper la piñata, nos "invitaba" a rezar junto con otras señoras que como ella, eran muy arraigadas a la fe católica.

Aprovechábamos el invierno para ir a Coyoacán a comprar regalos navideños, hippies pero baratos, alcanzables para estudiantes universitarios a los que no les importaba regalarle un troll de pelo naranja a su mamá o comprar un "atrapasueños" o un cuarzo como regalos de intercambio.

No sé qué pasó con el yembe o con la moto. Tampoco sé muy bien qué pasó con un perro que Capi tuvo después de la motocicleta y que al igual que los otros dos artículos, captó la atención en casa de Capi por algunos meses, quizás un par de años. Desde esos momentos en los que cualquier pretexto era bueno para verse -podía llamar un miércoles a mi casa para que mi hermana y yo fuéramos a disfrutar de la chimenea de su casa o llevarme a desayunar después de entrenar volibol- los encuentros se hicieron más complicados, más pausados.

La última vez que lo vi fue hace un mes, el día de su boda. Me dio gusto verlo tan contento, embobado en su esposa, bailando, brindando, pensando en su vida por delante, y en sus recuerdos con ella, que destellaban en un video que se proyectó a la mitad de la fiesta. Imágenes de los novios desde 2003.

Él sonreía, besaba a su esposa, reflexionaba al lado de sus padres y suegros. Ignoro cuántas cosas se le habrán venido a la mente ese día. En la mía estaba clara la imagen de diciembre de hace ocho años, cuando por el puro gusto de vernos, fuimos al Centro a comprar un yembe.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Retos personales

Abrir mi blog era uno de mis propósitos de Año Nuevo... 2008, creo. Sí. Me tomó 23 meses pasar del dicho al hecho, pero por fin me metí a blogger.com y voilá, el blog se había formado. Mientras el cursor parpadeaba en la pantalla vacía, como diciéndome que abrir la cuenta de blog no era suficiente para cumplir con mi propósito de año nuevo (viejo), recordé una anécdota, de esas de las que alguna vez dije "esto tiene que estar en mi blog". Es uno de esos fragmentos de historias a los que uno se expone todos los días.


En algún momento entre enero de 2008 y el presente, me encontraba usando la línea 3 del metro, con dirección a Universidad. No recuerdo bien la hora, pero debían ser más de las 3:00 de la tarde. Seguramente fui a cubrir algo para el periódico en la mañana y ya iba de regreso a la redacción. El vagón no iba lleno, pero me había tocado permanecer de pie, detenida de un tubo metálico. Había suficiente espacio entre los usuarios, lo que hacía que los vendedores ambulantes pudieran pasar entre la gente sin complicaciones.


Llamó mi atención un muchacho de entre 20 y 25 años de edad con alguna discapacidad intelectual. Como yo, él también iba de pie. Sobre el piso, entre sus piernas llevaba un par de bolsas del mandado. Lo primero que me vino a la mente fue cómo podía alguien haberle encomendado hacer las compras solo y si él estaría consciente de dónde estaba y a dónde iba. Lo miraba, él se reía, parecía tener la mirada perdida.


Casi al llegar al metro Balderas, el muchacho se acercó a una anciana de cuya presencia yo no me había percatado sino hasta entonces. De momento pensé que el joven iba bajo el cuidado de la anciana. En realidad se cuidaban mutuamente.


Ella iba sentada y también llevaba bolsas del mandado. Él se acercó para recordarle, más con gestos que con palabras, que próximamente tenían que bajar.La señora, que bien podía ser su abuela, se levantó y siguió al muchacho hasta las puertas del vagón, que abrieron luego de que el tren se detuvo por completo.


El muchacho pudo haber bajado primero, pero cedió el paso a la anciana, gesto que ella agradeció. Entre varios usuarios que esperaban abordar la unidad, el muchacho se resistía a bajar del vagón. Su rostro reflejaba pánico. Cruzar del vagón al andén era quizás el mayor reto del día.


Cuando yo era niña tenía un temor incomprensible por las escaleras eléctricas. Pasar del escalón al piso firme era una sensación tan poco placentera que rayaba en la angustia. Pero además me daba vergüenza que los demás se dieran cuenta de mi miedo, de tal manera que debía disimularlo. Algo así tuvo que haber sentido este chico. Primero llevó a la anciana al lugar seguro -el andén- antes de resolver su situación.


El joven con discapacidad cerró los ojos, juntó sus manos y respiró profundamente. De pronto, se trasladó al andén con un pequeño salto. Cuando abrió los ojos, sonrió. Cumplió con auxiliar a su abuela con el mandado, la cuidó durante el camino y él, estaba sano y salvo.


El salto que dio él hace unos meses, lo estoy dando yo hoy. Disfruten el blog.