viernes, 27 de noviembre de 2009

A propósito de la influenza AH1N1

Cuando la influenza AH1N1 llegó a México, varios reporteros del periódico tuvimos que apoyar al sector salud en la cobertura. Yo me encontré con esta historia que publicamos en mayo y que cobra relevancia con el rebrote del virus. Cuídense mucho.


Sin refugio contra virus

Desde hace varios años, miles de aves de corral son sacrificadas en Bangladesh a causa de la gripe aviar.

En este país ocurre lo que la Organización Mundial de la Salud ha denominado el mayor envenenamiento masivo de una población registrado en la historia, ocasionado por los altos niveles de arsénico natural en el agua subterránea.

Enfermedades infecciosas como las respiratorias, la diarrea o la malaria, siguen estando entre las principales causas de muerte en la nación asiática, donde casi la mitad de su población vive por debajo de la línea de pobreza.

Ni los problemas de salud pública ni la pobreza son ajenos a la ciudad de Tangail y a otros distritos de la división de Dhaka, de donde es originaria la familia Hosain.

Mamun Hosain, de 21 años, salió de su país en 2008 para reunirse con su familia en México.
Sin pensarlo, había dejado de estar expuesto a la gripe aviar, al envenenamiento por arsénico y a las infecciones que predominan en su tierra natal.

Tan sólo un año después de haber arribado al Distrito Federal, falleció en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER). Fue una de las primeras víctimas mortales del virus de la influenza A H1N1.


Exilio

El primer Hosain en llegar a México fue Atik, de 36 años, en 2001.

Líder estudiantil, cursaba la carrera de Diplomacia en la Universidad Kurutia Sadek cuando él y 25 de sus compañeros fueron acusados de un crimen que no cometieron. Cuando algunos fueron detenidos, Atik se vio forzado a abandonar su patria.

De la India se trasladó a Rusia y luego a Cuba, países que no exigen visa a los ciudadanos bengalíes. De la isla se trasladó a Nicaragua. Como miles de centroamericanos, Atik se internó a México de manera ilegal.

Su destino final era Estados Unidos, pero decidió quedarse en México.

La organización Sin Fronteras y la representación de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) lo ayudaron a establecerse legalmente.

"A veces en Tangail no hay agua, a veces hay muchas bombas. Comparé con México y hay mucha seguridad aquí", comenta.

Por un tiempo, el ahora refugiado trabajó como lavacoches, pero la paga era escasa. Buscó empleo en restaurantes y tampoco lo convenció el salario. Entonces se acercó a las tiendas de ropa india en Mixcalco, en el Centro Histórico, y utilizó los 100 dólares que traía consigo para comprar algunas prendas.

"Ese día vendí como 2 mil pesos, en las oficinas de Sin Fronteras y de ACNUR. Después compré más ropa y empecé a vender en varios restaurantes", recuerda.

"Es un trabajo que a cualquier lado puedo ir y trabajar hasta las 12 de la noche, como en la Condesa, que está lleno de restaurantes".

Pronto trajo a su esposa y a su hijo a México. Después llegarían sus hermanos, sus cuñados, sus primos y sus sobrinos.

Mamun, uno de esos sobrinos, llegó a la Ciudad de México el 18 de abril de 2008.


El sueño: una moto

Desde que llegó al Distrito Federal, Mamun Hosain se integró a la actividad económica a la que se dedicaban sus familiares: vender ropa tradicional de la India.

Era la primera vez que trabajaba, pues en su país era estudiante. A diferencia de sus familiares, Mamun nunca salió a vender la vestimenta india fuera de las colonias Del Valle y Narvarte.

Tampoco acompañaba a Atik a comprar ropa al Centro. Siempre estaba cerca de su casa.
Cuando comenzó a acumular dinero, se fijó un solo objetivo: ahorrar para comprar una motocicleta grande, como las que utiliza la gente que tiene dinero en las calles de Tangail.

"Yo le decía que la moto no se usa tanto aquí como el carro", recuerda Atik.

Mamun trabajó durante la Semana Santa. El domingo de Ramos (12 de abril), el joven bengalí y su familia fueron a dar un paseo por el Bosque de Chapultepec.

Esa misma noche Mamun presentó tos y un poco de fiebre, molestias que su padre intentó controlar, sin éxito, con paracetamol.

Dos días más tarde fueron al Hospital General.


Bajo sospecha

Atik no recuerda qué medicamento le dio el doctor del Hospital General a su sobrino Mamun, pero tiene presente que no diagnosticó nada grave, ni el martes ni el miércoles que fueron a verlo.
El jueves, Atik decidió buscar una segunda opinión en el INER. Llegaron caminando.

"Mamun todavía hablaba cuando le sacaron sangre. Una hora después nos dice el doctor que estaba muy grave. Yo me quedé toda la noche ahí en el INER. La siguiente noche nos dicen, hay 95 por ciento de posibilidades de muerte", relata.

El doctor preguntó a Atik si alguno de sus familiares tenía tos o fiebre. Únicamente Nova, su hermana de 24 años y quien le traía comida al hospital, presentaba síntomas. Debía ser hospitalizada, pero no había lugar en el INER.

Mientras, Nova era trasladada al Hospital Belisario Domínguez, Mamun falleció.

Era de madrugada del 18 de abril, 5 días antes de que se declarara la alerta epidemiológica.
Doctores del INER prometieron vacunas a la familia Hosain, si no podían conseguirlas por fuera. Y efectivamente, no encontraron.

Cuando decidieron regresar al INER, se las cobraron a 150 pesos a cada una.
Pagar el costo de la vacuna fue lo de menos. Mientras Nova se recuperaba, Atik y su familia investigaban qué hacer para repatriar pronto el cuerpo de Mamun.

Además, tuvieron que soportar la visita de un grupo de personas que se identificaron como funcionarios de la Secretaría de Gobernación.

"Nos preguntaron qué pasó, en qué hospital murió Mamun, cuántos años tenía, cuanto tiempo vivió aquí. Me pidieron nuestros documentos, les traje el pasaporte, vieron los sellos, cuándo salí de India, cuándo salí de Bangladesh, checaron todo", reclama Atik.

"Revisaron mis cosas, eran como 7 personas, 2 entraron a donde yo estaba, tomaron video, preguntando; otros dos subieron, otros dos se quedaron abajo".

La familia desembolsó 46 mil pesos para que el cuerpo de Mamun llegara hasta Tangail, donde las instituciones de salud pública querían quedárselo, porque ya se sabía que traía el virus de la influenza humana.

Para calmar las cosas, la madre de Atik, quien reside en Tangail, compró un cordero. Era la ofrenda que hacía a Alá para proteger a los Hosain de la epidemia.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Atemporalidades


Hace como dos meses me puse un piercing en la nariz. Desde hace mucho tiempo pensaba que se me vería bien. Me veía en el espejo y examinaba el punto exacto -o la peca exacta- donde tendría que estar el brillo metálico. No es el primer piercing que me hago. Cuando inicié la universidad me hice uno en el ombligo -que aún conservo- lo que provocó que mi mamá me dejara de hablar por algunos días y amenazara todo el tiempo con quitármelo, sin llegar a ser un verdadero riesgo.

Un sábado fui a Dermofilia, un establecimiento donde hacen piercings y tatuajes en Coyoacán, sobre Miguel Ángel de Quevedo, y que por cierto, tiene el aval de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios colgado de la pared. Dije que quería hacerme una perforación en la nariz y de inmediato me enseñaron los modelos. Costaba 250 pesos, con todo y el arete y el muchacho hacía un cálculo de las dimensiones de tu rostro para saber exactamente dónde ponerlo. La terminación de la ceja era un margen clave.

Me armé de valor y dije "ahora o nunca". Pasé a una especie de "consultorio", en donde me enseñaron una aguja esterilizada, muy gruesa, que atravesaría la piel de mi nariz hasta juntarse con los pelos de mi fosa nasal derecha. No me dolió mucho. Salió un poco de sangre y una lágrima de mi ojo y ya tenía el arete puesto.


Dos semanas después, mi hermana , que estudia en Helsinki, me contactó por Skype. Mi mamá rondaba la computadora en ese momento y gritó que me habia hecho un piercing, lo que me hizo acercar mi nariz a la cámara web para que mi hermana pudiera verla desde el otro lado del mundo. "¿Qué, te sientes adolescente?", dijo mi hermana en tono burlón, sin llegar a ser un comentario ofensivo. La pregunta quedó rondando en mi mente. "¿Me siento adolescente?", por supuesto que no. Pero supongo que hacerse un piercing es una actividad relacionada más con gente más joven que yo.

Salvo a un viaje que me mandó el periódico a Estocolmo por 4 días, yo no conozco Europa. Una vez, vacacionando en las playas nayaritas, mi novio dijo que si no fuiste a Europa a los 18 años, después no la vas a disfrutar igual. Quizás tenga razón, pero relaciono su comentario con el del piercing. ¿Es más valioso hacerse un piercing en la adolescencia que a los veintitantos? El más vale tarde que nunca pierde todo sentido...

Me resisto a creer en los límites de tiempo con los que tengo que lidiar todos los días en el periódico, los deadlines para entregar mis notas. "¿Cuándo te casas?", me preguntan con frecuencia, haciendo más alusión a mi edad que a mi relación amorosa. A lo mejor llego soltera a mis 40 años y entonces se me ocurre casarme. "¿Qué, te sientes veinteañera?", sería la pregunta obvia.




sábado, 14 de noviembre de 2009

El niño del tambor


Era diciembre de 2002. Capi nos había insistido en que lo acompañáramos al Centro a comprar un yembe, un tambor africano que se toca con las manos. Una canción de Safri Duo -un grupo danés de música electrónica- que en ese entonces ponían en todas partes, había despertado en la mente de Capi la necesidad de ir a comprar un yembe, el cual pensaba aprender a tocar solo. Por supuesto nunca lo hizo.
El yembe fue el centro de atención uno o dos meses, luego se convertiría en un ornamento más de su recámara, que seguramente utilizó más como buró que como tambor. Un par de años más tarde a Capi le metió en la cabeza que necesitaba una motocicleta. Y dicho y hecho, adquirió una, la cual llevaba a mi casa y me alentaba a manejarla, cosa que nunca pude hacer.
Nosotros íbamos a comprar el yembe o a verlo manejar su moto por el puro gusto de pasar un buen rato entre amigos. Lo mismo era comprar un yembe que ir a su casa a las posadas organizadas por su madre, que más allá de ponernos a cantar la letanía y romper la piñata, nos "invitaba" a rezar junto con otras señoras que como ella, eran muy arraigadas a la fe católica.

Aprovechábamos el invierno para ir a Coyoacán a comprar regalos navideños, hippies pero baratos, alcanzables para estudiantes universitarios a los que no les importaba regalarle un troll de pelo naranja a su mamá o comprar un "atrapasueños" o un cuarzo como regalos de intercambio.

No sé qué pasó con el yembe o con la moto. Tampoco sé muy bien qué pasó con un perro que Capi tuvo después de la motocicleta y que al igual que los otros dos artículos, captó la atención en casa de Capi por algunos meses, quizás un par de años. Desde esos momentos en los que cualquier pretexto era bueno para verse -podía llamar un miércoles a mi casa para que mi hermana y yo fuéramos a disfrutar de la chimenea de su casa o llevarme a desayunar después de entrenar volibol- los encuentros se hicieron más complicados, más pausados.

La última vez que lo vi fue hace un mes, el día de su boda. Me dio gusto verlo tan contento, embobado en su esposa, bailando, brindando, pensando en su vida por delante, y en sus recuerdos con ella, que destellaban en un video que se proyectó a la mitad de la fiesta. Imágenes de los novios desde 2003.

Él sonreía, besaba a su esposa, reflexionaba al lado de sus padres y suegros. Ignoro cuántas cosas se le habrán venido a la mente ese día. En la mía estaba clara la imagen de diciembre de hace ocho años, cuando por el puro gusto de vernos, fuimos al Centro a comprar un yembe.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Retos personales

Abrir mi blog era uno de mis propósitos de Año Nuevo... 2008, creo. Sí. Me tomó 23 meses pasar del dicho al hecho, pero por fin me metí a blogger.com y voilá, el blog se había formado. Mientras el cursor parpadeaba en la pantalla vacía, como diciéndome que abrir la cuenta de blog no era suficiente para cumplir con mi propósito de año nuevo (viejo), recordé una anécdota, de esas de las que alguna vez dije "esto tiene que estar en mi blog". Es uno de esos fragmentos de historias a los que uno se expone todos los días.


En algún momento entre enero de 2008 y el presente, me encontraba usando la línea 3 del metro, con dirección a Universidad. No recuerdo bien la hora, pero debían ser más de las 3:00 de la tarde. Seguramente fui a cubrir algo para el periódico en la mañana y ya iba de regreso a la redacción. El vagón no iba lleno, pero me había tocado permanecer de pie, detenida de un tubo metálico. Había suficiente espacio entre los usuarios, lo que hacía que los vendedores ambulantes pudieran pasar entre la gente sin complicaciones.


Llamó mi atención un muchacho de entre 20 y 25 años de edad con alguna discapacidad intelectual. Como yo, él también iba de pie. Sobre el piso, entre sus piernas llevaba un par de bolsas del mandado. Lo primero que me vino a la mente fue cómo podía alguien haberle encomendado hacer las compras solo y si él estaría consciente de dónde estaba y a dónde iba. Lo miraba, él se reía, parecía tener la mirada perdida.


Casi al llegar al metro Balderas, el muchacho se acercó a una anciana de cuya presencia yo no me había percatado sino hasta entonces. De momento pensé que el joven iba bajo el cuidado de la anciana. En realidad se cuidaban mutuamente.


Ella iba sentada y también llevaba bolsas del mandado. Él se acercó para recordarle, más con gestos que con palabras, que próximamente tenían que bajar.La señora, que bien podía ser su abuela, se levantó y siguió al muchacho hasta las puertas del vagón, que abrieron luego de que el tren se detuvo por completo.


El muchacho pudo haber bajado primero, pero cedió el paso a la anciana, gesto que ella agradeció. Entre varios usuarios que esperaban abordar la unidad, el muchacho se resistía a bajar del vagón. Su rostro reflejaba pánico. Cruzar del vagón al andén era quizás el mayor reto del día.


Cuando yo era niña tenía un temor incomprensible por las escaleras eléctricas. Pasar del escalón al piso firme era una sensación tan poco placentera que rayaba en la angustia. Pero además me daba vergüenza que los demás se dieran cuenta de mi miedo, de tal manera que debía disimularlo. Algo así tuvo que haber sentido este chico. Primero llevó a la anciana al lugar seguro -el andén- antes de resolver su situación.


El joven con discapacidad cerró los ojos, juntó sus manos y respiró profundamente. De pronto, se trasladó al andén con un pequeño salto. Cuando abrió los ojos, sonrió. Cumplió con auxiliar a su abuela con el mandado, la cuidó durante el camino y él, estaba sano y salvo.


El salto que dio él hace unos meses, lo estoy dando yo hoy. Disfruten el blog.