viernes, 13 de noviembre de 2009

Retos personales

Abrir mi blog era uno de mis propósitos de Año Nuevo... 2008, creo. Sí. Me tomó 23 meses pasar del dicho al hecho, pero por fin me metí a blogger.com y voilá, el blog se había formado. Mientras el cursor parpadeaba en la pantalla vacía, como diciéndome que abrir la cuenta de blog no era suficiente para cumplir con mi propósito de año nuevo (viejo), recordé una anécdota, de esas de las que alguna vez dije "esto tiene que estar en mi blog". Es uno de esos fragmentos de historias a los que uno se expone todos los días.


En algún momento entre enero de 2008 y el presente, me encontraba usando la línea 3 del metro, con dirección a Universidad. No recuerdo bien la hora, pero debían ser más de las 3:00 de la tarde. Seguramente fui a cubrir algo para el periódico en la mañana y ya iba de regreso a la redacción. El vagón no iba lleno, pero me había tocado permanecer de pie, detenida de un tubo metálico. Había suficiente espacio entre los usuarios, lo que hacía que los vendedores ambulantes pudieran pasar entre la gente sin complicaciones.


Llamó mi atención un muchacho de entre 20 y 25 años de edad con alguna discapacidad intelectual. Como yo, él también iba de pie. Sobre el piso, entre sus piernas llevaba un par de bolsas del mandado. Lo primero que me vino a la mente fue cómo podía alguien haberle encomendado hacer las compras solo y si él estaría consciente de dónde estaba y a dónde iba. Lo miraba, él se reía, parecía tener la mirada perdida.


Casi al llegar al metro Balderas, el muchacho se acercó a una anciana de cuya presencia yo no me había percatado sino hasta entonces. De momento pensé que el joven iba bajo el cuidado de la anciana. En realidad se cuidaban mutuamente.


Ella iba sentada y también llevaba bolsas del mandado. Él se acercó para recordarle, más con gestos que con palabras, que próximamente tenían que bajar.La señora, que bien podía ser su abuela, se levantó y siguió al muchacho hasta las puertas del vagón, que abrieron luego de que el tren se detuvo por completo.


El muchacho pudo haber bajado primero, pero cedió el paso a la anciana, gesto que ella agradeció. Entre varios usuarios que esperaban abordar la unidad, el muchacho se resistía a bajar del vagón. Su rostro reflejaba pánico. Cruzar del vagón al andén era quizás el mayor reto del día.


Cuando yo era niña tenía un temor incomprensible por las escaleras eléctricas. Pasar del escalón al piso firme era una sensación tan poco placentera que rayaba en la angustia. Pero además me daba vergüenza que los demás se dieran cuenta de mi miedo, de tal manera que debía disimularlo. Algo así tuvo que haber sentido este chico. Primero llevó a la anciana al lugar seguro -el andén- antes de resolver su situación.


El joven con discapacidad cerró los ojos, juntó sus manos y respiró profundamente. De pronto, se trasladó al andén con un pequeño salto. Cuando abrió los ojos, sonrió. Cumplió con auxiliar a su abuela con el mandado, la cuidó durante el camino y él, estaba sano y salvo.


El salto que dio él hace unos meses, lo estoy dando yo hoy. Disfruten el blog.

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